El Quijote me ha acompañado durante toda mi juventud y es un libro al que he cogido un cariño especial.
Mi «relación» con él comenzó en una pequeña librería-papelería de Torrelavega a la que entré por casualidad. Vendían pocos libros y, entre ellos, estaba la preciosa edición del Quijote publicada por Anaya en 2005, en tapa dura con sobrecubierta, con profusas ilustraciones a lápiz de José Ramón Sánchez y un extenso apéndice de notas, al precio ridículo de doce euros. Me enamoró y lo compré. Tenía diecisiete años.
Pero no lo leí entonces. Porque yo entonces era un lector obseso de fantasía épica, género que bebe de las historias caballerescas que inspiraron a Cervantes y que él caricaturiza, y de bestsellers históricos. Lo empecé en la universidad, no recuerdo si con 20 o 21 años. Acababa de terminar «Por quién doblan las campanas» y me sentí con fuerzas y ganas de cambiar la tragedia por las quijotadas. Me costó. Utilicé mucho las notas, al principio. Aunque la historia me gustaba, se me hacía difícil; tenía la impresión de que debería estar riéndome a carcajada limpia y que apenas sonreía porque la distancia cultural y literaria entre Cervantes y yo perturbaba el entendimiento de la narración. Quizá me tomé la lectura muy a pecho, cuando acaso debería ser, justamente, una broma. Mi madre, que lo había leído ya, me recomendó intercalar cada serie de capítulos que completa cada aventura quijotesca con otros libros. Haciéndolo así comencé a disfrutarlo mucho más, aunque no sé exactamente por qué. El fin de mis estudios universitarios coincidió, más o menos, con el final de la lectura de «El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha«. Cerré el libro durante un tiempo y éste pasó a ser el primero de los que doy en llamar mis «libros de volver a casa»; libros que, siendo generalmente colecciones de relatos cortos o antologías poéticas, dejé inconclusos en casa de mis padres antes de marchar al extranjero, y cuyas historias retomo cuando vuelvo de visita.
No sé cuándo comencé la segunda parte, «El ingenioso caballero Don Quijote de La Mancha» -nótese la diferencia en el título de este comentario-, que he terminado hoy. He tardado más años en leerla -la he retomado un menor número de veces, únicamente al volver a casa de vacaciones-, pero la he disfrutado mucho más. Ahora sí, me he reído mucho y me ha costado entender qué era lo que antes creía difícil o antiguo; sólo he visto sencillez, gracia y buen humor.
Hacer una crítica del Quijote me da miedo. ¿Quién soy yo para hacerla? Prefiero limitarme a explicar el modo en que lo he leído, por si alguien decide tomar nota, y a decir lo que significa para mí. Y a pedir que no se le tenga miedo a su lectura. El lenguaje antiguo y, además, a menudo arcaizante, puede provocar una sensación inicial de dificultad y rechazo; pero el Quijote no puede estar más lejos de eso. Busca la risa, la broma, la picardía. Y las encuentra todas.
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